• No results found

4 Marco teórico

4.2 La geografía lingüística

4.2.1 Atlas lingüísticos

4.2.1.2 Los atlas lingüísticos en la dialectología

No tenemos duda de que la geografía lingüística representa una parte vital para la dialectología, como parte del engranaje que supone su estudio de la lengua viva. No obstante, puede llegarse a presentar cierta dicotomía en cuanto al momento en el cual su producto, los atlas lingüísticos, deben intervenir en dicho engranaje. Es decir, si estos deben llevarse a cabo antes o después de monografías que den cuenta de los rasgos lingüísticos del territorio de interés.

Bien sabemos que los estudios monográficos han sido la manera tradicional de acercarse a la lengua antes de la entrada del método de Gilliéron. Es por ello que cuando tal método entró al terreno de juego, ya se sabía algo de los rasgos existentes en las zonas donde se planearon entrevistas con propósitos lingüístico-cartográficos. De esta manera, el geógrafo lingüista tenía una gran ventaja al tener una idea de lo que encontraría en dichas zonas. Con lo cual se le facilitaba enormemente el diseño de cuestionarios que estuvieran acordes con la realidad lingüística de cada territorio. Lo importante, entonces, no era descubrir fenómenos nuevos, sino determinar la extensión geográfica de los fenómenos ya conocidos. Sin embargo, cierto dilema podría surgir a la hora de enfrentarse a territorios en donde los estudios dialectológicos son escasos o, aún peor, no se hallan en absoluto. ¿Qué hacer entonces?

¿Deberían realizarse los atlas lingüísticos a priori o a posteriori de monografías locales del territorio a estudiar?

Para Montes (1970: 81-84), la geografía lingüística “no es el instrumento más adecuado” para descubrir fenómenos que no hayan sido identificados previamente. Es decir, debe realizarse a posteriori. Al respecto dice:

“Lo ideal en mi sentir para el estudio de las hablas regionales de países como Colombia, en donde no existen propiamente dialectos en el sentido de los europeos, por ejemplo, sería realizar una serie de monografías, exhaustivas en lo posible, de una o de varias comunidades en cada una de las regiones etnolingüísticas en que se considera dividido el país, y con base en los datos aportados por ellas, confeccionar el cuestionario para averiguar la geografía de los fenómenos que valieran la pena de precisar cartográficamente” (Montes, 1970: 84).

De allí se entiende que la geografía lingüística debería cumplir un papel complementario en el estudio dialectológico de regiones ya estudiadas lingüísticamente. Es decir, su papel en el proceso de investigación dialectológica debería limitarse a la medición geográfica de otros materiales empíricos logrados previamente. Al mismo parecer se suma Claudio Wagner (1996: 334), concluyendo sobre el papel de la geolingüística en situaciones

de contacto lingüístico: “[...] un atlas que no puede apoyarse en un conocimiento previo más o menos detallado de los hechos – lingüísticos y no lingüísticos – que se dan en el territorio por explorar corre el riesgo de descubrirlos durante la encuesta, lo que es peor, de ignorar muchos de ellos”. Y por último y para no extenderme en la lista, también Vargas (2000: 15), afirma que “ [...] es evidente la necesidad de la existencia de estudios previos que den razón de los hechos cuya distribución se pretende delimitar en el atlas”.

Nos parece que la recomendación de los tres autores citados es un llamado a la cautela que debe tenerse en cuenta concienzudamente, mas no forzosamente. Esto último, porque parece poco plausible que las metas que se propone la dialectología avancen a un ritmo aceptable, si cada vez que nos encontráramos ante casos de desconocimiento empírico-lingüístico de una zona debiéramos esperar por la elaboración de monografías para seguir adelante con la labor dialectológica macro. De ser así, México, por su enorme territorio y escasez de estudios dialectales en la época en que se inició el Atlas Lingüístico de México, hubiese tenido que esperar muchos años más para ver realizada semejante empresa (Lope 1993: 219-222). También habría sido necesario posponer el estudio que aquí presentamos sobre Belice, y es por ello que aquí intento defender mi punto; primero los atlas, luego las monografías.

En aras de una mejor fluidez en la investigación dialectológica, nos inclinamos a pensar que el acercamiento a los dialectos, en el contexto planteado por Montes, requiere un procedimiento a la inversa de su propuesta. Esto es, la averiguación de la geografía de los fenómenos lingüísticos debería preceder a los trabajos monográficos, so pena de desperdiciar el enorme potencial descubridor que la geografía lingüística. Y en ello creo que hay dos razones importantes:

a) Las monografías no ofrecen una visión de conjunto, pues se concentran en zonas específicas. Ello dificultad la posibilidad de comparaciones regionales y, por ende, la localización de aquellos fenómenos que han de “valer la pena” de ser precisados geográficamente. Los estudios de geografía lingüística, por otro lado, suelen abarcar extensiones geográficas importantes, lo que ofrece un panorama general de la variación lingüística que, aunque superficial, permite la visualización de un número considerable de fenómenos lingüísticos en un amplio contexto geográfico. Es decir, estos trabajos funcionan a manera de fotografía. Esta fotografía proporciona un acercamiento inicial, un vistazo general que, en últimas, permite la visualización de fenómenos interesantes que “valgan la pena” ser analizados en profundidad mediante la elaboración de monografías, en una fase posterior.

b) Si el geógrafo lingüista se basa exclusivamente en las monografías para diseñar su cuestionario se estará condicionando a descripciones previas, lo cual puede tener un efecto coercitivo en la observación de nuevos hallazgos. En otras palabras, recogerá la información bajo una camisa de fuerza, potencializando el riesgo de causar sesgos en el investigador. La tendencia a confirmar o refutar descripciones monográficas anteriores se intensifica cuando se buscan fenómenos específicos.

El caso contrario, es decir, en el caso en que el dialectólogo usa los atlas lingüísticos para la elaboración de monografías (atlas Æ monografías), es, en nuestra opinión, más eficaz para la causa dialectológica y más susceptible de una correcta rigurosidad científica. En este orden, el dialectólogo cuenta con una herramienta que no le impedirá descubrir nuevos fenómenos, pues el atlas sólo ofrece una visión de conjunto superficial. Ya lo ha dicho Coseriu (1985: 156): “Los atlas lingüísticos, ni siquiera los más ricos, pueden proporcionar, para cada punto, una descripción “exhaustiva” del hablar y, por lo tanto, no sustituyen las investigaciones dialectales monográficas”. Ello sugiere que, por el mismo carácter superficial de los atlas, las monografías difícilmente se verán limitadas o sesgadas por los resultados del atlas. El objetivo de las monografías es, precisamente, el de ser exhaustivas en lo posible.

Al seguir el orden propuesto por Montes (monografías Æ atlas) se limita enormemente la posibilidad de ofrecer generalizaciones, pues la geografía lingüística vendría a actuar a priori, sólo como herramienta de medición de lo que ya se ha hallado. Si tenemos en cuenta que las monografías carecen de la posibilidad de observación del conjunto dialectal de manera macro, la capacidad de comparación se reduce y, por ende, la generalización, entendida como el objetivo último de la labor lingüística, corre el riesgo de escaparse de las manos del dialectólogo. Todo esto en caso de dejar los estudios de geografía lingüística subordinados a trabajos de tipo monográfico anteriores. En otras palabras, no hay generalización sin comparación (Salvador 1987: 40). Tal posibilidad es la herramienta que ofrece la geografía lingüística a la dialectología. Al respecto, Gregorio Salvador (1987: 18-19), citando a Coseriu escribe: “[...] la dialectología no puede ser descripción de los dialectos como entidades independientes, sino descripción de las relaciones interdialectales”, [...], por lo cual el único método enteramente adecuado para la dialectología es la geografía lingüística” (Salvador, 1987: 40).

El problema de Montes (1970) es que presenta sólo dos opciones prácticas, o roles, para los atlas lingüísticos: a) como parte a posteriori complementaria de un proceso de estudio dialectológico, o b) como producto único que pretende ser suficiente para la

explicación de los hallazgos lingüísticos. Para la segunda opción argumenta: “[...] aceptando que el atlas sea instrumento adecuado para la exploración y hallazgo de fenómenos nuevos, [...] sus limitaciones son obvias, y nunca podrá constituir la fuente única de nuestros conocimientos sobre las variaciones que en el espacio y en el tiempo experimenta una lengua dada” (Montes 1970: 83). Parece, así, que Montes no deja espacio a una tercera opción que implicaría el atlas lingüístico visto como la primera parte de un proceso de investigación dialectológico. Valga decir, como un acercamiento a priori. Al respecto, nadie mejor que Juan Lope Blanch (1993: 247-248), por su vasta experiencia en el campo, para citar en defenza de el orden que proponemos. Este autor, refiriéndose a la elaboración de su Atlas Lingüístico de México, afirma:

“Es un primer paso, indispensable y fundamental, para el conocimiento preciso y pormenorizado de la realidad lingüística de nuestro país, conocimiento que habrá de alcanzarse a través de la realización y publicación de múltiples monografías sobre las principales hablas de todos y cada uno de los estados de la República. Ese conocimiento pormenorizado, profundo, detallado, no puede proporcionarlo ningún atlas lingüístico, aunque sí proporciona una precisa visión de conjunto de las diversas modalidades dialectales de la lengua y permite, además, advertir los síntomas seguros de muchos problemas idiomáticos que exigen una investigación particular, monográfica”.

Así, sin adjudicar a la geografía lingüística exclusividad en la investigación dialectológica, coincidimos plenamente con Lope Blanch en su visión del papel que ésta debe cumplir dentro del proceso que significa la investigación dialectológica. Así es como entendemos la geografía lingüística, como un trabajo de reconocimiento inicial que ha de ser profundizado. También García (1996: 77), refiriéndose a los atlas lingüísticos, sostiene: “A partir de ellos, las monografías se pueden hacer con muchas más garantías, en un marco fiable en el que cobran sentido”.

Con lo anterior no queremos decir que el geógrafo lingüista deba desprenderse totalmente de los datos que ofrecen las monografías sobre la zona que se va a encuestar, o que no se beneficie en absoluto de ellas. Ya, en repetidas ocasiones dialectólogos de la talla de Manuel Alvar han dicho que la geografía lingüística “no es una panacea, sino el camino que lleva a las cosechas más granadas” (Alvar 1980: 67; 2000: 241). Entendemos, por lo tanto, que el geógrafo lingüista habrá ganado mucho terreno al saber qué ha de encontrar en un territorio dado, lo que recaerá en una decisión más acertada en el tipo de preguntas que se deben incluir en el cuestionario. Esto, por supuesto, no sería posible sin la ayuda de las monografías disponibles sobre el territorio a encuestar. En ello estamos de acuerdo con

Montes. Además, sobra decir que se reconoce ampliamente que un atlas lingüístico difícilmente podrá sustituir la investigación exhaustiva de las monografías (Coseriu 1985:

156). Si así lo hiciera, dejaría de cumplir su objetivo primordial. Pero, creemos que en la relación de orden entre las monografías y los atlas lingüísticos, las primeras tienen mayor potencialidad de beneficiarse de los segundos y no tanto en el caso contrario.

Creemos que como alternativa para compensar la falta de conocimiento previo, en zonas poco exploradas lingüísticamente, lo ideal sería el diseño de cuestionarios amplios, que no se limiten a la extracción de unas cuantas formas, sino que den la posibilidad de extraer una amplia gama de información lingüística. Es justo lo que han hecho Manuel Alvar y Antonio Quilis al diseñar el cuestionario para el Atlas Lingüístico de Hispanoamérica (ALH);

en el cual se asignan 394 preguntas, tan solo para la parte dedicada a la fonética (Alvar y Quilis 1984: 42-59)33. Con ello se intenta abarcar la mayor cantidad de rasgos posibles dentro del sistema fonológico del español.

En últimas, por todo lo anterior, concluimos que los atlas lingüísticos cumplen, dentro de la dialectología, la misma función que cumple una fotografía; mientras más amplia la fotografía mayor probabilidad de hallar detalles interesantes en ella. Pero sigue siendo simple y llanamente una fotografía. Para entrar en contacto profundo con lo que ella ilustra es necesario otro acercamiento más detallista. Sin embargo, no por ser los atlas lingüísticos simples fotografías, carecen estos de importancia descubridora. Si se aprovechan en su plenitud, sus resultados pueden facilitar enormemente la labor científica del dialectólogo en la elaboración de monografías con peso científico.